Francia paralizada
La coyuntura que atraviesa políticamente Francia es grave de por sí, pero también tiene consecuencias nefastas para toda la Unión Europea (UE). El problema, además, es que no está cerca de poder ser resuelta.Todo comenzó en la primavera de 2024, cuando el presidente Macron utilizó sus poderes constitucionales para disolver la Asamblea Nacional, es decir la Cámara de Diputados.
Buscó que el pueblo ratificara el rumbo político de su presidencia, ya que se acababa de votar para la instancia europea a una mayoría clara en favor de partidos de extrema derecha: se habían potenciado pues las chances de Marine Le Pen para la presidencial prevista para la primavera de 2027.
El resultado fue ambiguo. Por un lado, efectivamente funcionó una especie de cordón sanitario que impidió a la extrema derecha alcanzar el apoyo en cantidad de Diputados que le asegurara formar un gobierno de ese signo político. Pero, por otro lado, no hubo una mayoría amplia en favor de partidos centristas aliados al partido presidencial, ni hubo una señal contundente que permitiera a la izquierda, abroquelada tras una especie de nuevo frente popular, constituirse como una opción mayoritaria en el Parlamento.
Con este panorama el presidente Macron dio un plazo de un par de meses para que los partidos se pusieran de acuerdo y generaran una mayoría que sostuviera una nueva formación de gobierno. Ocurrió algo así, y efectivamente se nombró al primer ministro Barnier, hombre con experiencia y conocimiento político. Pero ante la primera crisis importante en torno a asignaciones presupuestarias, ese gobierno terminó renunciando en diciembre pasado. Rápidamente se constituyó otro ejecutivo, esta vez presidido por Bayrou, otro viejo político de larga trayectoria y que apoyó el proyecto político de Macron desde 2017, valorado por su centrismo y capaz de formar una mayoría relativa coherente. El problema es que nada garantiza que el gobierno Bayrou no termine cayendo pronto, y con ello se termine de instalar completamente una inestabilidad gubernativa que daña a Francia y también a toda la UE.
En efecto, la circunstancia europea precisa que Francia resuelva de una vez por todas sus problemas políticos internos. Es bien sabido, desde la firma del tratado de Roma de 1957, que todo el edificio europeo se sustenta en dos grandes pilares que son Francia y Alemania. Si, por circunstancias internas graves, uno de esos pilares se tambalea, no es posible avanzar en políticas europeas coherentes y de largo plazo. Por poner un ejemplo concreto: es imposible suponer que la UE pueda decidir avanzar en la implementación del tratado con el Mercosur, si Francia no se expide con claridad al respecto en los ámbitos de la supranacionalidad europea y atendiendo al peso económico y político propio de París.
Es que muchas veces desde estas latitudes y demasiado influenciados por una visión internacionalista proclive a destacar los factores de potencia propios de los países anglosajones, perdemos la perspectiva del peso específico francés: segundo PBI nominal dentro de la UE luego de Alemania; miembro permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas; protagonista mayor de la organización internacional de la francofonía, que es la comunidad de 900 millones de habitantes que usan el francés como lengua y de la que son miembros otros 48 Estados en el mundo; potencia nuclear aliada a Estados Unidos en la OTAN; principal referente económico, político, cultural y militar dentro del continente africano, sobre todo para varios países que la tuvieron como capital colonial hasta mediados del siglo XX; interlocutor privilegiado de países claves del norte de África y Oriente Medio, también por causa de sus importantes vínculos históricos; y finalmente principal potencia marítima con presencia en lugares tan alejados de París como Oceanía, Medio Oriente o América -donde está su frontera territorial más extensa de todas, de parte de la Guyana francesa con Brasil-.
A nadie sirve una Francia que, por sus problemas partidistas, termine pareciéndose a lo que fue la época de su cuarta República que terminó cayendo en 1958, en plena crisis de descolonización con Argelia y con De Gaulle como protagonistas. El mundo precisa una Francia estable, capaz de liderar una política exterior propia, como ocurrió con la crisis de Irak en 2003, por ejemplo, cuando se opuso en la ONU a la invasión de ese país por parte de Estados Unidos y sus aliados. Europa y su política exterior precisan que Francia deje de estar paralizada.