Estados nacionales y globalización: de la nube a la tierra
La política enfrenta un dilema ante el declive de los estados nacionales. La arrolladora capacidad de las multinacionales se alimenta del anhelo de los países de generar crecimiento económico. Finalmente, las acciones de estas empresas no se traducen en otra cosa que no sea enriquecimiento particular, falso desarrollo.
Modelos económicos agotados, incapacidad de los estados de enfrentar, en términos de poder, a las trasnacionales y una sociedad mundial sin un Estado mundial, como plantea Ulrich Beck,1 que tenga capacidad regulatoria, son algunas de las características de esta época bisagra de la historia de la humanidad.
Los Estados asistenciales y la democracia han quedado en jaque, entre otras cosas, por la incapacidad de la política nacional de administrar la generación de empleo. Este proceso afecta, no de igual manera, a países centrales y periféricos, países del “norte” y del “sur” global.
Ahora, cómo afecta ese proceso a la sociedad uruguaya es una pregunta que tiene cada vez más sentido. En esa búsqueda, el pensamiento del teórico alemán Ulrich Beck resulta pertinente. Antes de empezar, hace falta aclarar que estamos tomando en cuenta una perspectiva europea, construida a partir de casos europeos y de la observación de cómo se manifiesta la globalización en Europa. Por lo tanto, “se invita” a la discusión a Federico Schuster, un argentino que advierte sobre la necesidad de contar con perspectivas teóricas del “sur” o de la “periferia” mundial, y observar si las conclusiones y trazos generales de Beck se aplican a la realidad nacional (uruguaya), regional y continental.
En un rápido repaso parecería que sí, que Uruguay y sus alrededores adolecen de problemas mencionados por el autor alemán: enormes exoneraciones a capitales extranjeros (las plantas de celulosa, por ejemplo) a costa de quienes ocupan posiciones proletarias2 en la sociedad, debilitamiento de la soberanía nacional manifiesta a la hora de negociar con importantes empresas transnacionales (pasteras, emprendimientos turísticos, frigoríficos, megatambos) y una incapacidad constante de generar crecimiento económico con aumentos de puestos de empleo que se traduzca en desarrollo social. Entonces, resulta muy útil tomar las nociones de Beck para analizar problemas contemporáneos, mundiales y locales.
Beck hace un apunte sobre las relaciones de poder en la globalización; plantea que, si bien dentro de los límites del Estado frente al capital y a los grandes empresarios los trabajadores actúan como un contrapeso, en la economía global las empresas transnacionales no tienen ningún “contrapoder” que las enfrente o limite. Se genera un espacio de poder nuevo, que no está delimitado por ningún marco regulatorio, el espacio en que se mueven las grandes corporaciones: una ventana para una parapolítica o “subpolítica”, como plantea Beck.
¿Qué es esa subpolítica? Es la capacidad de acción y el poder de las empresas transnacionales más allá de la política convencional de los estados, más allá de las instituciones democráticas y de los poderes (de Montesquieu) de la República. Es la autodeterminación empresarial irrestricta, amparada moralmente por la deseable e irrenunciable meta del progreso. El pensamiento de Beck permite visualizar la ruptura de las bases de lo que el alemán llama “primera modernidad” y la necesaria sustitución de esta por una “segunda modernidad” adaptada a un fenómeno de la globalización: el declive de los estados nación y la instalación de parámetros mundiales.
Uruguay es un país pequeño, con un mercado interno pequeño y poco atractivo. Por lo tanto, estos procesos se ven atenuados y los casos son pocos. Pero, de igual modo, aparecen evidentes ejemplos de las dificultades que enfrentan los estados para negociar con megaempresas y sus macizas ingenierías legales, los sucesos con las plantas de celulosa, también con la minera Aratirí y los juicios con las tabacaleras, entre otros.
El Estado no desaparece totalmente de la escena porque todavía sigue teniendo competencias sobre el territorio en el que se instalan las empresas, pero las herramientas de chantaje o extorsión empresarial constriñen las posibilidades de acción de los gobiernos. No sería del todo preciso pensar en los espacios de subpolítica como ámbitos donde no hay ninguna presencia de la política convencional, sino más bien arenas donde las instituciones clásicas están, prácticamente, sometidas a la voluntad y los intereses de las empresas transnacionales.
Beck plantea una realineación de la política sobre el eje local-global que sustituye al eje tradicional izquierda-derecha. Desde una perspectiva crítica, es posible plantear que la globalización agudiza la contradicción Estado-mercado y que, por lo tanto, el eje izquierda-derecha sigue vigente. A su vez, el eje histórico se origina como una dicotomía entre continuidad de un régimen político (la monarquía absoluta en Francia) o un cambio en la forma de gobierno, pone en tensión continuidad y cambio, conservación o progreso. Por lo tanto, parece seguir siendo un eje vigente, no perfecto, pero que aún ayuda a explicar grandes trazos de los sistemas políticos nacionales. Vale tener en cuenta que el accionar de las derechas nacionalistas daría un punto a favor del planteo de Beck sobre el cambio de eje.
La idea de sociedad mundial de Beck, que se traduce en la totalidad de las relaciones sociales que no caben bajo la política ni los límites del Estado nación, tal vez no se alinee al eje izquierda-derecha, y aunque la sociedad mundial ya sea parte de la realidad, aunque el eje izquierda-derecha vaya en declive junto con los estados nación y el eje local-global vaya tomando relevancia, todavía –al menos eso parece en América Latina– ni uno ni otro están acabados.
Las conclusiones de Beck exponen el fracaso rotundo de los modelos de desarrollo capitalista a la hora de construir viabilidad y desarrollo de la vida humana, paz, estabilidad y justicia.
Es demasiado caro vivir en Uruguay, el dinero rinde poco. Hay una condicionante estructural relacionada a la escala del mercado, pero hay otro problema vinculado a las cargas impositivas. La idea de Beck referida a la dicotomía contribuyente virtual-contribuyente real puede ser útil para analizar este problema.
Podría verse como una nueva etapa de la dicotomía planteada por Karl Marx entre capital y trabajo, un estadio nuevo de la dialéctica en la sociedad. Los gobiernos necesitan del crecimiento económico, los grandes capitales y sus inversiones aparecen como respuesta a esa necesidad. Pero el capitalismo actual ya no genera empleo masivo3 y ahora logra, por su capacidad de negociación, enormes exoneraciones fiscales (zonas francas en Uruguay, por ejemplo) e importantes renuncias regulatorias (empeorando condiciones laborales o medioambientales) de los estados. Eso los convierte en contribuyentes virtuales y deja a los que trabajan, asalariados, micro, pequeños y medianos empresarios, como los contribuyentes reales que mediante agobiantes impuestos sostienen la maquinaria del Estado democrático que viabiliza el “buen vivir” de quienes aportan poco y nada.
A modo de ejemplo: “En Alemania, los beneficios de las empresas han aumentado desde 1979 en un 90%, mientras que los salarios sólo lo han hecho en un 6%. Pero los ingresos fiscales procedentes de los salarios se han duplicado en los últimos diez años, mientras que los ingresos fiscales por actividades empresariales se han reducido a la mitad: sólo representan un 13% de los ingresos fiscales globales. En 1980 representaban aún el 25%; en 1960, hasta el 35”4 (Beck, 2004: 21).
Las conclusiones de Beck exponen el fracaso rotundo de los modelos de desarrollo capitalista a la hora de construir viabilidad y desarrollo de la vida humana, paz, estabilidad y justicia. “Existen países europeos cuyas economías han crecido, en los últimos 20 años, entre 50% y 70%. Pero Europa tiene más de 50 millones de pobres, 20 millones de desempleados y cinco millones de personas sin casa” (Beck, 2004).
Si ya los países centrales constatan estas incapacidades, los países periféricos abrazados a los mismos modelos neoliberales y/o extractivistas, pero aún en el subdesarrollo, tienen un escenario que es peor todavía, porque en el mejor de los casos si llegan a desarrollarse tampoco habrán solucionado nada.
En esa situación está Uruguay. En los gobiernos del Frente Amplio se practicaba un modelo de desarrollo adaptado del neodesarrollismo, con un fuerte componente extractivista. Con el cambio de gobierno, al extractivismo puro y duro se le agrega una administración neoliberal. Por lo tanto, el país se dirige hacia el padecimiento de las peores consecuencias de la globalización y sin gozar de casi ningún beneficio. Es clara la necesidad de construir un modelo de desarrollo alternativo.
Los déficits y las casi constantes reformas de la seguridad social que han debido y deben hacer los estados latinoamericanos son evidencia de algunos de los problemas señalados por Beck a la hora del sostenimiento del “Estado asistencial”. Uruguay atraviesa actualmente por una de estas reformas de la seguridad social y aparentemente los costos recaerán sobre quienes ocupan posiciones proletarias en la sociedad y no sobre el gran capital.
“Es un chiste de mal gusto que, en el futuro, sean precisamente los perdedores de la globalización, tanto el Estado asistencial como la democracia en funciones, los que tengan que financiarlo todo mientras los ganadores de la globalización consiguen unos beneficios astronómicos y eluden toda responsabilidad respecto de la democracia del futuro” (Beck, 2004: 22).
La globalización también afecta las relaciones sociales en su estructura y en sus fuentes de conflicto. Nuevos códigos ordenan a las sociedades y condicionan las dinámicas. Viejas estructuras en nuevas versiones, viejos valores y debates en actualizados estadíos requieren análisis actualizados.
Juan Andrés Erosa es militante de Rumbo de Izquierda y estudiante de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.