orsi oddoneLa oportunidad perdida: impuestos, costos y una industria uruguaya que no logra despegar

Uruguay arrastra un problema estructural que trasciende gobiernos, ciclos económicos y discursos de campaña: la dificultad para consolidar una industria verdaderamente competitiva.No es que falte talento, emprendimientos o capacidad productiva; es que el entorno para producir es, sencillamente, demasiado pesado. Y en un país chico, lejos de los grandes mercados y sin escala, cada peso extra en los costos termina siendo una barrera casi infranqueable.

El corazón del problema es conocido, pero rara vez enfrentado con transparencia: la carga impositiva sobre la producción no solo es alta, sino además compleja, fragmentada e ineficiente. Uruguay tiene un sistema pensado para recaudar rápido, no para incentivar a quien quiere invertir, innovar o exportar. Mientras otros países de la región ofrecen exoneraciones estratégicas y alivios fiscales para atraer industrias, aquí pareciera que cada nuevo emprendimiento debe demostrar primero su capacidad de sobrevivir a la burocracia.

La industria nacional paga impuestos altos, tarifas públicas elevadas, costos laborales rígidos y soporta una carga logística que, por sí sola, ya hubiera justificado políticas de compensación. Pero lejos de compensar, el sistema agrega más peso. En un mundo donde las cadenas de valor se deciden por centésimas de dólares, Uruguay entra a competir con una mochila llena de costos que no aportan valor, pero sí restan competitividad.

El resultado es evidente: muchas empresas uruguayas no compiten en precio, no porque produzcan mal, sino porque producir aquí cuesta demasiado. La presión fiscal impacta en el margen, el margen en los precios, y los precios en la capacidad de exportar o incluso de sustituir importaciones. Al final, la industria se convierte en un actor debilitado, que resiste más de lo que crece.

Parte del problema también está en la lógica tributaria: Uruguay grava con fuerza a quienes producen, pero exonera generosamente a quienes consumen. El IVA, por ejemplo, castiga el bolsillo del consumidor, pero los impuestos específicos, las contribuciones patronales y la estructura del IRAE recaen sobre la inversión y el empleo. Es un modelo que desalienta la expansión productiva y premia actividades de bajo valor agregado.

La paradoja es que el país reclama industrialización, tecnificación, diversificación y encadenamientos productivos, pero penaliza fiscalmente a quienes están dispuestos a construirlos. En este contexto, no sorprende que algunos inversores miren hacia Uruguay con interés, pero terminen desarrollando sus proyectos en Paraguay, Brasil o incluso Bolivia, donde el Estado entiende que no hay competitividad sin incentivos reales.

La oportunidad perdida no es solamente económica; es también social. Una industria competitiva genera empleo de calidad, impulsa la innovación y sostiene comunidades enteras en el interior del país. Sin embargo, cada fábrica que no se instala, cada proyecto que se demora y cada emprendimiento que no supera la curva impositiva significa menos trabajo, menos tecnología y menos desarrollo.

El camino no pasa por desfinanciar al Estado, sino por replantear qué, cómo y a quién se grava. Una reforma fiscal que incentive la inversión productiva, que premie la innovación y que reduzca las cargas que hoy asfixian a las pequeñas y medianas industrias sería un paso imprescindible. Uruguay necesita un sistema impositivo que mire hacia el futuro, no uno que siga castigando la producción como si fuera un lujo.

Si el país quiere dejar de hablar de competitividad y empezar a construirla, debe reconocer que el entorno fiscal actual no es neutro: es un freno. Y mientras no se afloje ese freno, la industria uruguaya seguirá corriendo una carrera desigual, donde el esfuerzo no alcanza para compensar las reglas.

La verdadera oportunidad aún está en la mesa. Falta que Uruguay decida aprovecharla.

 Grupo R Multimedio -Montevideo  - URUGUAY - 17 Noviembre 2025